martes, 1 de octubre de 2019


                                             


                                              Dos Palabras”
                                                                                            Por Sarah Mulligan
         
          A Teresita Pérez, dondequiera que esté, con amor.

Ella era alta, los dientes blancos y el pelo tirante le tensaba las comisuras de la boca para que no se le cayera la sonrisa. Usaba un rodete inmenso, como el de las abuelas de los cuentos pero bien oscuro, justo detrás de la nuca. Andaba como distraída Teresita Pérez, con los mellizos trepándole las piernas mientras le daba la teta al quinto, que ya había dejado los pañales. Mariángeles cursaba sexto grado, Maricarmen tercero y yo quinto, pero íbamos todas a la misma escuela. Pegado a la medianera estaba el negocio de Pochi Pérez: el único que vendía motos en el pueblo.  

¡Me voy a lo de “Pérez-motos”!, gritaba yo desde la vereda y, antes de que mamá pudiera reaccionar, salía corriendo los pocos metros que me faltaban para llegar al paraíso: un sillón de cuero marrón con estrellitas de chicles pegoteados donde los chicos del barrio nos amontonábamos para mirar, en escala de grises, los culebrones de Andrea del Boca que a mí me tenían prohibidos.  Como si esto fuera poco, no había que tocar el timbre. La puerta siempre estaba abierta.

A veces, Teresita nos acompañaba hasta la entrada del Colegio. Formábamos un grupo de diez o más nenas, quienes recorríamos esas tres cuadras cada mañana. Lo más lindo de ir a la escuela era pasar por la esquina de Castelli y 25 de Mayo, donde estaba la casa de mi abuela, a esa hora en que el sol se resiste a madrugar. Era un delicioso caserón de estilo inglés, con techos de agua colorados que despertaba la fantasía de los niños –acusaban fantasmas entre sus rincones- y de los grandes. Algunos decían que entre sus muros el tiempo se detenía. Más de un escritor se inspiró en sus gruesas paredes levantadas con materiales traídos de Europa y hasta un famoso director de cine que visitaba el lugar se presentó ante la Kika y le pidió prestadas las habitaciones para filmar allí su próxima película. El jardín se extendía hasta la mitad de la manzana por ambas calles de la ochava. En el medio, una fuente de agua, que no dejaba de chorrear, se levantaba entre los laberintos de plantas que le habían traído desde distintos países. “¡Ay! Kika, este es “El Jardín de las Flores del Mundo”, le decía yo, extasiada. Me gustaba ponerle grandes nombres a las cosas cotidianas.

A comienzos de la primavera, los verdes estallaban en flores de muchos colores y se asomaban como brazos por la reja de hierro forjado que rodeaba el parque. Nunca entendí por qué seguíamos caminando derecho por 25 de mayo si todavía nos quedaba la otra mitad del jardín por disfrutar. Era tan fácil doblar por Castelli si, total, por ambos caminos se llegaba igual al Portón del colegio.  A mí me gustaba ir callada cuando llegábamos a esa parte, quedarme atrás y pararme unos segundos, cuando ya ninguna podía verme, para cerrar los ojos y respirar bien hondo. Recién nacida, la primavera era toda para mí.  Después, daba unos pasos, sin levantar los párpados, acariciaba los pétalos, y empezaba a adivinar: ¡Jazmín del Paraguay! Y este olor feo es de… ¡un malvón! Solía acertar. La Kika me había enseñado a conocer a las flores por el aroma. 
Una mañana, Teresita nos acompañó. Yo estaba llenándome el pecho de glicinas cuando una risa nerviosa me sacó del ensueño. Noté que me había quedado muy atrás así que apuré el paso para alcanzarlas. Dos de las nenas –creo que eran nuevas en el barrio- iban delante de mí. Cuchicheaban entre sí y se reían. Las vi mirar de reojo a Mariángeles y hacer un gesto de burla con las manos. Acercaron las sienes, se dijeron algo que no llegué a escuchar y se largaron a reír. “Secreto en reunión, es mala educación”, recité por dentro.  La mayor de las Pérez se fijó en ellas y bajó, de inmediato, la cabeza. Después, levantó el cuello del blazer azul del uniforme y escondió adentro la madeja de rulos que le llegaba hasta la cintura.

De pronto, un resoplido a sus espaldas atrajo la atención de Teresita, que caminaba más adelante. La mujer giró y las vio. Dirigió la vista hacia donde ellas miraban. Su hija tenía el cuello hundido en el saco y la frente en dirección al piso. La piel blanca de Teresita Pérez, estirada por la fuerza del rodete, era la misma de siempre pero su boca no. La sonrisa, aunque presente, ya no estaba radiante. Entonces pronunció dos palabras con voz casi inaudible. Buscó con una mano la de Mariángeles, con la otra tomó a Maricarmen y se las llevó por la vereda de calle Castelli. No vi ningún rastro de enojo en su mirada. No levantó una ceja, ni crispó la cara. Solo dijo esas dos palabras. El resto del grupo cruzó la calle y siguió caminando por 25 de mayo, sin percatarse de nada. Estuve durante un rato parada en la esquina, sin cruzar, mirando cómo se alejaban las tres. En la calle no había un alma. Lo último que recuerdo son los dedos niños de Mariángeles acariciando las diminutas rosas sin espinas que  asomaban como brazos por la reja de hierro.

En ocasiones, cuando alguien me mira con desdén o critica sin cuidado mi forma de ser, la busco a Teresita en el mar de mi memoria. Me cuelgo de su mano y me dejo llevar. Huelo las flores de ese otro camino y la escucho decir, con voz casi inaudible, esas mismas palabras. Sólo dos: “Así, no”.



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