Por
Sarah Mulligan
(Dedicado
a los inmigrantes asturianos:
Maura Segovia y Eladio Eguren)
Había
una vez una niña de cabellos cobrizos que cada tarde se refugiaba en la casona
de su abuela para escuchar las bellas historias que salían de sus labios: Maura,
una joven asturiana de 16 años que enjugaba lágrimas en los peldaños de una
carreta por un amor del que fue arrancada en España; un carruaje lleno de cosas
para vender que circulaba de pueblo en pueblo; un paraje hecho de fieles que alzaron
sus casas en torno a una estatuilla de la Virgen hecha por los indios de la que
colgaba un rosario; y un Almacén de Ramos Generales erigido por sus padres con
los ajuares traídos en aquella carreta.
La
abuela sostenía entre sus dedos un carretel de madera con hilo de seda rosado y
desteñido que un día su propia abuela Maura había rescatado del Almacén de Ramos
Generales de la familia. Y con voz quebrada le entregaba el carretel a la niña
de los cabellos cobrizos, y deshilaba su emoción relatando el amor entre su
abuela y un joven médico al que no hizo más que esperar.
Tres
años de trabajos intensos para pagar el boleto del barco que traería a Eladio a
estas tierras de promisión. Y cuando al fin lo vio, ella no tuvo otra idea que
decirle: -Vaya que ha hecho un viaje
largo, mi querido, para verme. Y él no tuvo mejor idea que responderle: - ¿Y quién le ha dicho que ha sido para verla
a usted, mi querida? Como si la rudeza de palabras fuese un velo para
menguar la pasión que los llevó a casarse tres meses después en la Catedral de
Rosario y a engendrar diez hijos bajo el ritual de nombrarlos con la inicial
“E”, al igual que el apellido: Etelvino, Eloísa, Elena, Eladio, Eduardo,
Ernesto, Emilio, Enrique, Eloy y Ezequiel. “Jamás
habría soñado el esmerado médico que un día sería concejal de aquel paraje
surcado por un río marrón, allí donde un prócer había creado la bandera
nacional”, subrayaba con teatrales pausas la abuela.
A
la niña de cabellos cobrizos le agradaba tirar el hilo del carretel rosado traído
de Asturias, mientras escuchaba el cuento. Su fascinación era tal que cuando el
relato llegaba a su clímax, el carretel caía estrepitosamente de sus manos
justo en el instante en que su tatarabuelo Eladio moría de un ataque al corazón
aquel funesto día en que lo quisieron sobornar, mientras le gritaba indignado a
su mujer: “¡A mí, a mí, coimearme a mí!”.
-Laborioso y honorable, era mi abuelo, el
doctor– seguía contando la abuela con igual entonación cada tarde. Sus amigos cargaron con el ataúd a pulso por
dos cuadras. Y dicen que habrían continuado paseando, cajón en mano, por las
calles de Rosario, porque no querían desprenderse de él… ¡Tanto lo querían!
Y
la niña de los cabellos cobrizos, enjugaba sus lágrimas como aquella joven
antepasada que llevaba en sus genes, y, al terminar la historia, se lanzaba a
buscar el carretel.
Pero
aquella tarde el carretel rosado no apareció. Ambas lo buscaron por los
rincones del salón, pero fue inútil. Apenada, la niña cruzó la puerta de calle,
que estaba inesperadamente abierta y se dispuso a partir hacia su casa, cuando
un joven se apeó delante de ella y, con marcado acento español, le preguntó: ¿Es tuyo este carretel rosado, mi querida? Parece
muy antiguo.
Y la niña de
cabellos cobrizos, en cuyo rostro asomaba una encantadora muchacha, tomó la
punta del hilo y comenzó a deshilar su historia, mientras el joven fascinado,
la escuchaba.
Sarah Mulligan (Todos los derechos
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Ilustración by Clara Martínez
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